sábado, 20 de octubre de 2012

EL SUICIDIO DE JUDAS (TERCERA PARTE)

POR: GREGORY BARDALES PEREYRA

Es moneda corriente pensar que el suicidio de Judas Iscariote es prueba de que no experimentó un verdadero arrepentimiento.

“...Judas, por contraste, había decidido claramente en contra de Jesús, y su remordimiento al darse cuenta de su error lo condujo, no a un verdadero arrepentimiento, sino a la desesperación y el suicidio.(8)”

Pero el evangelio de Mateo tiene otra perspectiva de los hechos (9).

“Entonces Judas, el que lo había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: —Yo he pecado entregando sangre inocente. Pero ellos dijeron: —¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Entonces, arrojando las piezas de plata en el Templo, salió, y fue y se ahorcó (10)”. (Mt 27.3–10)

Judas admite lo que hizo y reconoce que ha cometido pecado. El evangelista afirma que estaba arrepentido (11). Cuando se presenta ante los sacerdotes, Judas desea retroceder en el tiempo, no sólo para limpiar su conciencia sino, y lo que es más importante, para evitar que Jesús sea ejecutado. El hecho de devolver las monedas es un signo bastante elocuente, como si este solo gesto pudiera dejar sin efecto las consecuencias por todos conocidas.

La decisión que toma luego de salir del Templo no desmerece su interés por remediar las cosas. Distinta es la actitud de quien no se arrepiente por su pecado. Pensemos en un Judas hipotético que se gasta el dinero en darse la gran vida, o que incluso teniendo algún remordimiento no tiene el valor para ir donde los sacerdotes e intentar convencerlos de soltar a Jesús. Qué duda cabe, este Judas hipotético no es un Judas arrepentido, pero el Judas que tenemos ante nosotros es otro.

De seguro, nada nos haría dudar de lo genuino del arrepentimiento de Judas si en lugar de suicidarse hubiera “llorado amargamente” como Pedro, cuyo arrepentimiento no se pone en cuestión, a pesar que no hizo mucho para salvar a Jesús y ni siquiera le alcanzó como para regresar con la misma gente que le preguntó si conocía al Señor y reconocer que efectivamente anduvo con Él.

El problema es que Judas Iscariote es un suicida, y este hecho descalifica su arrepentimiento ante nuestros ojos. Algunos autores incluso consideran que “Judas nunca llegó a ser un verdadero seguidor de Cristo”, que “nunca tuvo una relación genuina con el Señor Jesús”, que nunca fue “salvado”, entre otras cosas (12).

Pero, que Judas “nunca hubiera tenido una relación genuina con el Señor” es bastante difícil de aceptar a la luz del evangelio de Mateo. Jesús mismo lo reconoce como amigo suyo en el instante después del beso. Más allá de que en esta ocasión tal beso esté contaminado con la traición, parece sugerir que formaba parte de las prácticas de afecto que les eran habituales, así como probablemente el título de “amigo” no haya sido improvisado, sino que se trataba de un término espontáneo, como aquellos que son usados en medio del trato cotidiano.

“Y el que lo entregaba les había dado señal, diciendo: «Al que yo bese, ese es; prendedlo». En seguida se acercó a Jesús y dijo:—¡Salve, Maestro! Y lo besó. Jesús le dijo: —Amigo, ¿a qué vienes? Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y lo prendieron.(13)” (Mt. 26:47).

No hay razón para dudar de la probidad de Judas hasta el momento de la traición. Jesús, al principio, lo consideró potencialmente seguidor y discípulo; además, su inclusión permanente en la lista de los doce lo confirma.

Sin embargo, no vamos a presentar a Judas como el mejor de todos los discípulos. El móvil de la traición debió haber sido la “naturaleza carnal” del Iscariote, no hay razón para buscarlo en otro lado.

¿Por qué la traición de Judas no es un acto en sentido lacaniano?

La traición de Judas es a todas luces un acto repudiable, pero, si seguimos el razonamiento de Quincey, también sería, al mismo tiempo, un acto de amor a Jesús y de fe en el Bien Supremo, a saber: la implantación del Reino de Dios. La traición sería, entonces, un acto, en el estricto sentido lacaniano del término, es decir el instante preciso en que dos conceptos mutuamente excluyentes desde una ética particular convergen en una misma acción.

“Esta coincidencia de opuestos (crueldad fría y metódica y amor sin límites) es un punto en el cual fracasa todo “fundamento” de los actos en palabras, en ideologías: sencillamente, este “fundamento” no salva el abismo en él proclamado.” (ŽIŽEK: 1994)

Pero el acto trae consigo una confrontación inevitable e irreversible con lo Real, que no deja espacio para el remordimiento.

“El suicidio no tiene, por lo tanto, absolutamente nada que ver con el remordimiento: sólo se deja atraer por el vertiginoso abismo que descubrió…” (ŽIŽEK: 1994)

La traición de Judas, sin embargo, no rompe con el Orden Simbólico. Judas no es arrastrado al abismo de lo Real, sino que entiende que ha perpetrado un crimen, regresa para devolver las monedas y se arrepiente.

Slavoj Zizek ha hecho una distinción conceptual que resulta muy útil a propósito de nuestro estudio, aquella que existe entre suicidio demostrativo y suicidio simbólico.

El suicidio es demostrativo cuando lleva en su seno un mensaje dirigido al Gran Otro, el acto es sacrificial, el sujeto asume su último rol, se trata de la escena final del drama de la vida. En el suicidio demostrativo, el sujeto se va “diciendo algo”, puede ser que deje una carta suicida o que no lo haga, pero siempre constituye un discurso en sí mismo: el último discurso. Evidentemente, para este caso, el suicida todavía mantiene un vínculo muy estrecho con el Orden Simbólico.

En cambio, el suicidio es simbólico cuando lo que se sacrifica es el sacrificio mismo. El sujeto se encuentra con el abismo que oculta la ideología y se deja arrastrar hacia ese abismo. No hay más compromiso con el Orden Simbólico, se ha roto el cordón umbilical que vincula el sentido de la existencia individual con el discurso ideológico. Llegados a este punto, el lenguaje se vuelve incapaz de explicar las acciones.

Estos conceptos nos llevan a pensar que la traición de Judas no alcanza el acto lacaniano y, por lo tanto, a Quincey tampoco le alcanza. Si Judas no hubiera regresado, entonces significaría que la hipótesis de Quincey podría tener un mejor pronóstico, la traición reúne el Bien y el Mal en su seno, el orden simbólico fracasa y lo Real arrastra consigo al sujeto; pero Judas se arrepiente, por lo tanto debemos considerar su suicidio como demostrativo, no simbólico. Judas se suicida en respuesta a un mandato simbólico.

El suicidio de Judas tiene la misma textura que el practicado al interior de la mafia siciliana, donde mediante el suicidio, el traidor pretende cancelar sus deudas y eximir a su familia de ser el blanco de cualquier represalia. Aquí, la muerte por propia mano opera como un eficaz detergente que retira la mancha más indeleble. Pero, si esto es así, entonces ¿por qué se desprecia a Judas por haberse suicidado?

Indudablemente, la traición de Judas es éticamente reprobable, desde la Biblia y también desde fuera de la Biblia, pero el hecho de que haya terminado con su vida sólo es condenable desde fuera de las Escrituras, es decir, desde las coordenadas histórico–culturales del lector moderno.

Los evangelios no formulan juicios de valor negativos contra Judas cuando relatan el episodio del suicidio. Un acontecimiento de esta índole era tomado con admirable serenidad por la sociedad de entonces. Prueba de ello es la fría naturalidad con la que los evangelistas narran el episodio: sin sobresaltos nos dice que, simplemente, Judas “... salió, y fue y se ahorcó”. Punto. No hay más qué decir al respecto. La manera tan pragmática de usar los verbos sin abundar en detalles dramáticos, como probablemente esperaría un lector de nuestra época, es de lo más elocuente. No es un hecho al que el evangelista le preste demasiada atención, puesto que no tenía mayor relevancia.

Incluso, en el capítulo 1 del libro de Hechos – donde se le dedica una diatriba especial a Judas Iscariote, a propósito de la elección de Matías, quien sería su reemplazante–, tampoco encontramos una condena explícita a propósito del suicidio.

Cierto es que dicho pasaje es contundente al condenar a Judas Iscariote al infierno (14), pero la razón para tal sanción no es el suicidio que cometió sino el haber entregado a Jesús (15); es más, el texto ni siquiera le concede a Judas el haberse suicidado, hecho que sí consta en los evangelios.

Lo que se dice en el libro de Hechos es que cayó de cabeza y se reventó el vientre; así redactada, su muerte aparece más como un castigo divino o una recompensa fatal de su pecado, que como producto de una decisión premeditada por él mismo.

No es la horca el signo que estigmatiza a Judas como un maldito, sino sus entrañas desparramadas (16). Parece ser que no era posible emitir un fallo condenatorio contra Judas sin desaparecer antes la horca que él mismo dispuso para cegarse la vida, como si el suicidio lo ayudara en lugar de hundirlo más. Como si el hecho de haberse suicidado fuera una especie de atenuante. Este puede ser un indicio razonable del valor que todavía se le asignaba al suicidio altruista en tiempos del primer cristianismo.

Para lograr entender esto hay que tomar en consideración que la sociedad de Judas no es de ningún modo la nuestra, que se trata de un mundo en el cual el suicidio no estaba proscrito y los sujetos se quitaban la vida con relativa facilidad. El propio Durkheim nos informa sobre algunas prácticas suicidas bastante extendidas entre los judíos de la era precristiana, que incluso penetraron el primer siglo.

“En el judaísmo, la costumbre de buscar la muerte en las aguas del Ganges o en otros ríos sagrados estaba muy extendidas. Las inscripciones nos dan a conocer nombres de reyes y ministros que se prepararon a terminar así sus días, y se asegura que a principios del siglo estas supersticiones no habían desaparecido completamente...” (DURKHEIM: 1999: 232)

Dado que los individuos no estaban suficientemente diferenciados como para darse demasiada importancia, no había razón para no quitarse la vida en circunstancias en las cuales el suicida entendía que era su deber frente a la sociedad.

(8) Carson, D.A. Ídem.
(9) Mateo es el único evangelista que se ocupa del problema del arrepentimiento de Judas.
(10) Reina-Valera 1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.
(11) La palabra remordimiento aparece en algunas versiones.
(12) Douglas, J. D., op cit.
(13) Reina-Valera 1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.
(14) Es así como entienden la mayor parte de eruditos la expresión “para irse a su lugar”.
(15) Ésta es la misma razón para el título de “hijo de perdición” que se le da en Jn. 17.12.
(16) Varias veces se ha tratado de armonizar las dos versiones, por ejemplo, la sugerencia de Agustín de que la cuerda se rompió, y de que Judas murió a consecuencia de la caída, en la forma que relata Hch. 1.18, combinando así los relatos de Mateo y del libro de Hechos. Douglas, J. D., Nuevo Diccionario Biblico Certeza, (Barcelona, Buenos Aires, La Paz, Quito: Ediciones Certeza) 2000, c1982. Este es el mismo error que cometen quienes pretenden fusionar los cuatro evangelios para obtener uno solo, pues no respetan los escritos como textos independientes con intenciones teológicas distintas; pues, al margen de una sucesión cronológica coherente de los hechos que se relatan o de la historicidad de los sucesos, lo medular radica en la intención que subyace al enfatizar en ciertos detalles y omitir otros.

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