POR: GREGORY BARDALES PEREYRA
Es moneda corriente pensar que el suicidio de Judas Iscariote es prueba de que no experimentó un verdadero arrepentimiento.
“...Judas,
por contraste, había decidido claramente en contra de Jesús, y su
remordimiento al darse cuenta de su error lo condujo, no a un verdadero
arrepentimiento, sino a la desesperación y el suicidio.(8)”
Pero el evangelio de Mateo tiene otra perspectiva de los hechos (9).
“Entonces
Judas, el que lo había entregado, viendo que era condenado, devolvió
arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a
los ancianos, diciendo: —Yo he pecado entregando sangre inocente. Pero
ellos dijeron: —¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Entonces,
arrojando las piezas de plata en el Templo, salió, y fue y se ahorcó
(10)”. (Mt 27.3–10)
Judas admite lo que hizo y
reconoce que ha cometido pecado. El evangelista afirma que estaba
arrepentido (11). Cuando se presenta ante los sacerdotes, Judas desea
retroceder en el tiempo, no sólo para limpiar su conciencia sino, y lo
que es más importante, para evitar que Jesús sea ejecutado. El hecho de
devolver las monedas es un signo bastante elocuente, como si este solo
gesto pudiera dejar sin efecto las consecuencias por todos conocidas.
La
decisión que toma luego de salir del Templo no desmerece su interés por
remediar las cosas. Distinta es la actitud de quien no se arrepiente
por su pecado. Pensemos en un Judas hipotético que se gasta el dinero en
darse la gran vida, o que incluso teniendo algún remordimiento no tiene
el valor para ir donde los sacerdotes e intentar convencerlos de soltar
a Jesús. Qué duda cabe, este Judas hipotético no es un Judas
arrepentido, pero el Judas que tenemos ante nosotros es otro.
De
seguro, nada nos haría dudar de lo genuino del arrepentimiento de Judas
si en lugar de suicidarse hubiera “llorado amargamente” como Pedro,
cuyo arrepentimiento no se pone en cuestión, a pesar que no hizo mucho
para salvar a Jesús y ni siquiera le alcanzó como para regresar con la
misma gente que le preguntó si conocía al Señor y reconocer que
efectivamente anduvo con Él.
El problema es que Judas
Iscariote es un suicida, y este hecho descalifica su arrepentimiento
ante nuestros ojos. Algunos autores incluso consideran que “Judas nunca
llegó a ser un verdadero seguidor de Cristo”, que “nunca tuvo una
relación genuina con el Señor Jesús”, que nunca fue “salvado”, entre
otras cosas (12).
Pero, que Judas “nunca hubiera
tenido una relación genuina con el Señor” es bastante difícil de aceptar
a la luz del evangelio de Mateo. Jesús mismo lo reconoce como amigo
suyo en el instante después del beso. Más allá de que en esta ocasión
tal beso esté contaminado con la traición, parece sugerir que formaba
parte de las prácticas de afecto que les eran habituales, así como
probablemente el título de “amigo” no haya sido improvisado, sino que se
trataba de un término espontáneo, como aquellos que son usados en medio
del trato cotidiano.
“Y
el que lo entregaba les había dado señal, diciendo: «Al que yo bese,
ese es; prendedlo». En seguida se acercó a Jesús y dijo:—¡Salve,
Maestro! Y lo besó. Jesús le dijo: —Amigo, ¿a qué vienes? Entonces se
acercaron y echaron mano a Jesús, y lo prendieron.(13)” (Mt. 26:47).
No
hay razón para dudar de la probidad de Judas hasta el momento de la
traición. Jesús, al principio, lo consideró potencialmente seguidor y
discípulo; además, su inclusión permanente en la lista de los doce lo
confirma.
Sin embargo, no vamos a presentar a Judas
como el mejor de todos los discípulos. El móvil de la traición debió
haber sido la “naturaleza carnal” del Iscariote, no hay razón para
buscarlo en otro lado.
¿Por qué la traición de Judas no es un acto en sentido lacaniano?
La
traición de Judas es a todas luces un acto repudiable, pero, si
seguimos el razonamiento de Quincey, también sería, al mismo tiempo, un
acto de amor a Jesús y de fe en el Bien Supremo, a saber: la
implantación del Reino de Dios. La traición sería, entonces, un acto, en
el estricto sentido lacaniano del término, es decir el instante preciso
en que dos conceptos mutuamente excluyentes desde una ética particular
convergen en una misma acción.
“Esta coincidencia de
opuestos (crueldad fría y metódica y amor sin límites) es un punto en el
cual fracasa todo “fundamento” de los actos en palabras, en ideologías:
sencillamente, este “fundamento” no salva el abismo en él proclamado.”
(ŽIŽEK: 1994)
Pero el acto trae consigo una confrontación inevitable e irreversible con lo Real, que no deja espacio para el remordimiento.
“El
suicidio no tiene, por lo tanto, absolutamente nada que ver con el
remordimiento: sólo se deja atraer por el vertiginoso abismo que
descubrió…” (ŽIŽEK: 1994)
La traición de Judas, sin
embargo, no rompe con el Orden Simbólico. Judas no es arrastrado al
abismo de lo Real, sino que entiende que ha perpetrado un crimen,
regresa para devolver las monedas y se arrepiente.
Slavoj
Zizek ha hecho una distinción conceptual que resulta muy útil a
propósito de nuestro estudio, aquella que existe entre suicidio
demostrativo y suicidio simbólico.
El suicidio es
demostrativo cuando lleva en su seno un mensaje dirigido al Gran Otro,
el acto es sacrificial, el sujeto asume su último rol, se trata de la
escena final del drama de la vida. En el suicidio demostrativo, el
sujeto se va “diciendo algo”, puede ser que deje una carta suicida o que
no lo haga, pero siempre constituye un discurso en sí mismo: el último
discurso. Evidentemente, para este caso, el suicida todavía mantiene un
vínculo muy estrecho con el Orden Simbólico.
En cambio,
el suicidio es simbólico cuando lo que se sacrifica es el sacrificio
mismo. El sujeto se encuentra con el abismo que oculta la ideología y se
deja arrastrar hacia ese abismo. No hay más compromiso con el Orden
Simbólico, se ha roto el cordón umbilical que vincula el sentido de la
existencia individual con el discurso ideológico. Llegados a este punto,
el lenguaje se vuelve incapaz de explicar las acciones.
Estos
conceptos nos llevan a pensar que la traición de Judas no alcanza el
acto lacaniano y, por lo tanto, a Quincey tampoco le alcanza. Si Judas
no hubiera regresado, entonces significaría que la hipótesis de Quincey
podría tener un mejor pronóstico, la traición reúne el Bien y el Mal en
su seno, el orden simbólico fracasa y lo Real arrastra consigo al
sujeto; pero Judas se arrepiente, por lo tanto debemos considerar su
suicidio como demostrativo, no simbólico. Judas se suicida en respuesta a
un mandato simbólico.
El suicidio de Judas tiene la
misma textura que el practicado al interior de la mafia siciliana, donde
mediante el suicidio, el traidor pretende cancelar sus deudas y eximir a
su familia de ser el blanco de cualquier represalia. Aquí, la muerte
por propia mano opera como un eficaz detergente que retira la mancha más
indeleble. Pero, si esto es así, entonces ¿por qué se desprecia a Judas
por haberse suicidado?
Indudablemente, la traición de
Judas es éticamente reprobable, desde la Biblia y también desde fuera de
la Biblia, pero el hecho de que haya terminado con su vida sólo es
condenable desde fuera de las Escrituras, es decir, desde las
coordenadas histórico–culturales del lector moderno.
Los
evangelios no formulan juicios de valor negativos contra Judas cuando
relatan el episodio del suicidio. Un acontecimiento de esta índole era
tomado con admirable serenidad por la sociedad de entonces. Prueba de
ello es la fría naturalidad con la que los evangelistas narran el
episodio: sin sobresaltos nos dice que, simplemente, Judas “... salió, y
fue y se ahorcó”. Punto. No hay más qué decir al respecto. La manera
tan pragmática de usar los verbos sin abundar en detalles dramáticos,
como probablemente esperaría un lector de nuestra época, es de lo más
elocuente. No es un hecho al que el evangelista le preste demasiada
atención, puesto que no tenía mayor relevancia.
Incluso,
en el capítulo 1 del libro de Hechos – donde se le dedica una diatriba
especial a Judas Iscariote, a propósito de la elección de Matías, quien
sería su reemplazante–, tampoco encontramos una condena explícita a
propósito del suicidio.
Cierto es que dicho pasaje es
contundente al condenar a Judas Iscariote al infierno (14), pero la
razón para tal sanción no es el suicidio que cometió sino el haber
entregado a Jesús (15); es más, el texto ni siquiera le concede a Judas
el haberse suicidado, hecho que sí consta en los evangelios.
Lo
que se dice en el libro de Hechos es que cayó de cabeza y se reventó el
vientre; así redactada, su muerte aparece más como un castigo divino o
una recompensa fatal de su pecado, que como producto de una decisión
premeditada por él mismo.
No es la horca el signo que
estigmatiza a Judas como un maldito, sino sus entrañas desparramadas
(16). Parece ser que no era posible emitir un fallo condenatorio contra
Judas sin desaparecer antes la horca que él mismo dispuso para cegarse
la vida, como si el suicidio lo ayudara en lugar de hundirlo más. Como
si el hecho de haberse suicidado fuera una especie de atenuante. Este
puede ser un indicio razonable del valor que todavía se le asignaba al
suicidio altruista en tiempos del primer cristianismo.
Para
lograr entender esto hay que tomar en consideración que la sociedad de
Judas no es de ningún modo la nuestra, que se trata de un mundo en el
cual el suicidio no estaba proscrito y los sujetos se quitaban la vida
con relativa facilidad. El propio Durkheim nos informa sobre algunas
prácticas suicidas bastante extendidas entre los judíos de la era
precristiana, que incluso penetraron el primer siglo.
“En
el judaísmo, la costumbre de buscar la muerte en las aguas del Ganges o
en otros ríos sagrados estaba muy extendidas. Las inscripciones nos dan
a conocer nombres de reyes y ministros que se prepararon a terminar así
sus días, y se asegura que a principios del siglo estas supersticiones
no habían desaparecido completamente...” (DURKHEIM: 1999: 232)
Dado
que los individuos no estaban suficientemente diferenciados como para
darse demasiada importancia, no había razón para no quitarse la vida en
circunstancias en las cuales el suicida entendía que era su deber frente
a la sociedad.
(8) Carson, D.A. Ídem.
(9) Mateo es el único evangelista que se ocupa del problema del arrepentimiento de Judas.
(10) Reina-Valera 1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.
(11) La palabra remordimiento aparece en algunas versiones.
(12) Douglas, J. D., op cit.
(13) Reina-Valera 1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.
(14) Es así como entienden la mayor parte de eruditos la expresión “para irse a su lugar”.
(15) Ésta es la misma razón para el título de “hijo de perdición” que se le da en Jn. 17.12.
(16)
Varias veces se ha tratado de armonizar las dos versiones, por ejemplo,
la sugerencia de Agustín de que la cuerda se rompió, y de que Judas
murió a consecuencia de la caída, en la forma que relata Hch. 1.18,
combinando así los relatos de Mateo y del libro de Hechos. Douglas, J.
D., Nuevo Diccionario Biblico Certeza, (Barcelona, Buenos Aires, La Paz,
Quito: Ediciones Certeza) 2000, c1982. Este es el mismo error que
cometen quienes pretenden fusionar los cuatro evangelios para obtener
uno solo, pues no respetan los escritos como textos independientes con
intenciones teológicas distintas; pues, al margen de una sucesión
cronológica coherente de los hechos que se relatan o de la historicidad
de los sucesos, lo medular radica en la intención que subyace al
enfatizar en ciertos detalles y omitir otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario